Si recordáis bien, dejamos nuestra historia en el momento exacto en que algo inexplicable —algo casi mágico— acababa de suceder en el estudio Sun. Elvis, sin saber muy bien lo que hacía, había encendido con su voz un fuego extraño. Una canción vieja, “That’s All Right Mama”, había cobrado nueva vida en sus manos. Sam Phillips lo sabía… o creía saberlo. Pero aún no estaba claro qué clase de criatura tenía entre manos. ¿Era eso un disco? ¿Era un éxito? ¿Era música siquiera?
La verdad sobre el That’s All Right Mama de Elvis (II)
Sam Phillips miraba la cinta entre las manos como quien sostiene una criatura de otro mundo. “That’s All Right Mama” no se parecía a nada. No era blues, ni country, ni swing. Era algo más… o algo menos. Una rareza inclasificable. Y Sam, el brujo del sonido de Memphis, no sabía si había creado oro o solo un extraño espejismo sonoro.

La noche siguiente, el 6 de julio de 1954, volvió a llamar a Elvis, Scotty y Bill. Otra vez tras sus respectivas jornadas laborales. Otra vez sudorosos, cansados, y con más dudas que certezas. Se encerraron en el estudio Sun, buscando otra chispa, otro relámpago. Intentaron con un par de canciones —“Blue Moon” entre ellas—, pero nada alcanzó esa electricidad cruda, ese temblor visceral de la noche anterior. El embrujo no se repitió. Elvis se frustró. Sam también. Y los mandó a casa. Sam volvía a estar en la casilla de salida.
Y entonces, como tantas veces antes, Sam recurrió a su brújula musical más confiable: Dewey Phillips, el locutor más irreverente, apasionado y excéntrico de Memphis. Dewey, el tipo que podía convertir una melodía en leyenda si decidía ponerla al aire. Lo invitó al estudio esa misma noche. Y le hizo escuchar la grabación.
Dewey escuchó en silencio, bebiendo a sorbos largos de cerveza y Jack Daniel’s, como si necesitara templarse el alma para emitir juicio. Sam, expectante, se devoraba las uñas. Pero Dewey no decía nada. Ni un gesto, ni una palabra. Solo volvía a poner el disco. Una vez. Otra. Otra más…
Sam no sabía si eso era bueno o malo. Dewey podía estar saboreando el hallazgo… o buscando la menta de explicarle a Sam, de un modo suave, que lo que tenía entre manos no valía nada.

Dewey Phillips con Sam Phillips, a pesar de su apellido en común, no eran hermanos, aunque se consideraban como tales.
Pero a la mañana siguiente, sin previo aviso, Dewey llamó a Sam.
—Mándame dos copias del disco —ordenó, como si fuera lo más normal del mundo.
¿Dos copias? Sam se rascó la cabeza. ¿Para qué?
La respuesta era puro Dewey: antes de los efectos digitales, antes incluso del estéreo, Dewey usaba dos tocadiscos al aire, haciendo sonar el mismo disco ligeramente desincronizado. Lograba así una especie de efecto envolvente, hechizante, como un eco que susurraba desde otra dimensión. Siempre y cuando la diferencia no fuera muy grande… en cuyo caso el caos reinaba.
Dewey avisó que pondría el tema esa misma noche, 8 de julio de 1954, en su programa “Red, Hot & Blue” por la WHBQ.

Sam, excitado, llamó a Elvis para darle la noticia.
Elvis pensó que era una broma. ¿Dewey Phillips? ¿Él, el rey del ritmo en Memphis, iba a poner su canción?
No se lo creyó. Y se fue al cine. Sólo sus padres, Gladys y Vernon, se quedaron en casa, pegados al receptor.
Y entonces… la magia se produjo.
Dewey anunció el tema como parte de un nuevo disco que Sam Phillips lanzaría la semana siguiente. Gladys apenas escuchó la canción. El corazón le dio un vuelco al oír el nombre de su hijo en la radio. Se aferró al respaldo de la silla. Memphis entero parecía detenerse.

Las líneas telefónicas se colapsaron. Llegaron telegramas. Los oyentes querían más. Una y otra vez.
Durante las tres horas que duró su programa, Dewey puso “That’s All Right” siete veces.
Cada vez sonaba distinta. Y es que era imposible que sonara igual. Dewey sincronizaba los dos platos, cada vez de modo diferente. Pero para el público, cada vez más viva. cada vez más magnética. Y de este modo, el disco de un joven desconocido llamado Elvis Presley inundó la ciudad.
Los viejos compañeros de clase de Elvis —los que se burlaron de su peinado engominado, los que se rieron de su traje rosa, los que le cortaron las cuerdas de la guitarra el día que la llevó por primera vez a clase— no daban crédito.
¿Ése era Elvis? ¿Ése era el chico raro?
Dewey entendió enseguida que tenía entre manos algo más que una canción. Tenía un meteorito.
Y llamó a casa de Elvis para entrevistarlo.
Gladys, temblando, fue al cine –una vez más– a buscar a su hijo.
—¡Están poniendo tu canción! Dewey quiere entrevistarte.
Elvis, un muchacho de apenas 19 años, tímido, con voz trémula y manos sudorosas, no sabía qué decir en antena. Pero Dewey sí sabía qué preguntar. Y esa conversación, espontánea y breve, fue el inicio de algo irrepetible.
Así, sin quererlo del todo, Sam Phillips y Dewey Phillips habían encendido una chispa.
Una chispa que no sabían aún si prendería fuego… o si el viento la apagaría al instante.

Porque la verdad era esta: no había disco.
No había cara B.
No había nada más grabado.
Dewey había prometido al aire un lanzamiento… que aún no existía.
Y esa es otra historia:
La historia de cómo buscaron desesperadamente una cara B.
Y de cómo el niño raro de Tupelo empezó a convertirse en Elvis Presley.