Graceland Groove Revival

Rock'n'Roll Clásico en estado puro

30 de septiembre: Elvis, James Dean y la noche en que cambió todo

30 de septiembre: Elvis, James Dean y la noche en que cambió todo

El Suzore 2, un cine de barrio en la populosa Summer Avenue, luce su letrero iluminado. Elvis Presley, un chico de apenas veinte años, que empieza a hacerse un nombre en la música local, se acerca de la mano de su novia, Dixie Locke. Han venido a ver East of Eden, la película que todos comentan en la ciudad.

Elvis adora el cine desde niño. Lo vive con devoción: entra en la sala con los ojos brillando, respira el olor dulzón de las palomitas y el humo de tabaco que flota en el aire, y busca sus butacas junto a Dixie. La pantalla es un portal. Y esa noche lo será más que nunca.

Las luces se apagan, el murmullo calla, y aparece él: James Dean. Un rostro nuevo, inquietante, de una intensidad que nadie había visto antes. Dean interpreta a Cal Trask, un joven atormentado por el rechazo de su padre. Lo que sucede en la pantalla no parece actuación, parece vida misma.

La escena llega al clímax. Dean se enfrenta a su padre. Se retuerce, duda, se lanza. Nada de lo que hace está calculado: Elia Kazan, el director, le ha dado libertad para improvisar, y lo que brota es pura emoción, instinto desatado. Elvis contiene la respiración. Entonces, de repente, Dean grita con la voz quebrada:

“I hate you.”

La sala entera se estremece. Dixie se gira hacia Elvis, que permanece inmóvil, clavado en la butaca. El joven de Tupelo siente que algo se ha roto y renacido al mismo tiempo. Nunca había visto un grito tan verdadero, tan parecido al suyo propio. Es como si Dean hubiese puesto en palabras y gestos todo lo que Elvis no sabe decir.

El resto de la película transcurre con esa electricidad. Cuando la proyección termina, Elvis no puede levantarse de inmediato. Tiene la sensación de que ha presenciado algo único. Sale a la calle de Memphis con los ojos encendidos. Y en los días siguientes no consigue sacarse a Dean de la cabeza.

Compra revistas de cine como Photoplay o Modern Screen. Recorta fotos de James Dean, estudia cada gesto, cada ángulo. Imita su peinado frente al espejo, pule el tupé que pronto se convertirá en seña de identidad de ambos. Cuando aparece la primera imagen promocional de Rebelde sin causa —Dean con chaqueta roja, cigarrillo en los labios y la mirada perdida en un horizonte que parece doler— Elvis se siente hipnotizado. Cuenta los días para el estreno. Sueña con verse en esa misma pantalla, con ser ese tipo de actor: crudo, vulnerable, desafiante.

En ese momento, Elvis no solo quiere ser cantante: quiere ser el nuevo James Dean.

Pero el destino se cruza con brutalidad. El 30 de septiembre de 1955, las radios interrumpen su programación. La noticia sacude a todo Estados Unidos: James Dean ha muerto en un accidente de coche, a los 24 años. La juventud norteamericana queda paralizada. En las cafeterías, en los institutos, en las calles, los jóvenes lloran como si hubieran perdido a un hermano mayor. Elvis también. El héroe en el que se había reflejado, el modelo que quería seguir, se ha apagado antes de tiempo.

Lo que queda en pie es la música. Elvis lo sabe: ese será su camino. Y lo será con una intensidad que ni él mismo sospecha todavía. Pero la huella de Dean no desaparece: cada vez que suba a un escenario, cada vez que ruja frente al micrófono, habrá un destello de aquel chico en la pantalla que gritaba “I hate you.”

Meses después, cuando su meteórica carrera musical lo lleva de gira en gira y el cine llama a su puerta, Elvis comparte su sueño con el coronel Tom Parker. Sentados en un bar, entre cervezas, Elvis se confiesa:

Yo quería ser como James Dean.

El coronel lo mira con calma, como quien ya tiene un plan:

No te preocupes, hijo. Yo te haré el nuevo James Dean.

Esa promesa alimenta a Elvis en su salto a Hollywood. Pero Love Me Tender (1956) no es el gran drama que soñaba. Ni Loving You (1957). Ni siquiera Jailhouse Rock (1957). Todas son vehículos para su música, no papeles intensos como los de Dean.

Entonces llega 1958 y King Creole. El director es Michael Curtiz, el mismo de Casablanca. ¡Y el papel original estaba destinado nada más y nada menos que a James Dean! La historia, basada en la novela «Una Lápida para Danny Fisher» de Harold Robbins, trataba sobre un joven boxeador que, durante la Gran Depresión, debe mantener a su familia gracias a sus habilidades boxísticas. Sin embargo, el guion se adapta a Elvis y Danny se se convierte en un joven cantante que sale de la pobreza actuando en clubes de Nueva Orleans.

Elvis se entrega como nunca. Su personaje tiene la rabia, la ternura y la desesperación que tanto le habían impresionado de Dean. Por primera vez, siente que está tocando la puerta de su sueño: ahora sí está en el camino.

Pero tras ese pico, el coronel lo encasilla de nuevo en comedias ligeras. Hollywood no le dará otra oportunidad de ser un Dean o un Brando. King Creole será el espejismo: la prueba de lo que pudo haber sido y nunca fue.

Y sin embargo, el eco de aquella noche en el Suzore 2 no se apaga. En cada gesto vulnerable, en cada mirada intensa, en cada plano de sus primeras películas, late todavía la sombra de James Dean.

Hoy, al cumplirse 70 años de la muerte de Dean, recordamos no sólo al mito que vivió rápido y murió joven, sino también al Elvis que lo admiró, lo imitó y quiso ser él. Y que, al no poder serlo, inventó algo aún más grande: ser Elvis Presley. 🔥

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